BOLIVIA LA GEOPOLÍTICA DEL ANTICRISTO
BOLIVIA:
LA GEOPOLÍTICA DEL ANTICRISTO
Por
Rafael Bautista S.
“Porque
vendrán muchos en mi nombre, diciendo:
Yo
soy el Cristo y a muchos engañaran”
Mateo
24:5
El
11 de noviembre de 2019, dos cruzados-templarios modernos, Fernando
Camacho y Marco Pumari –con biblia en mano– desataron el primer
“golpe de Estado híbrido” que haya vivido Bolivia en toda su
historia. Ya antes habían predicado a sus huestes sedientas de
sangre, del mismo modo como lo hiciera Bernardo de Clarabal con los
cruzados medievales: “quien mate infieles será premiado por Dios
con la vida eterna” (policía y ejército dijeron también amen a
esa prédica).
Una
indómita noche –que todavía no acaba– cernía su angustiosa
sombra sobre la sede de gobierno, mientras ambos cruzados se
postraban ante aquella biblia protestante y procedían a desatar a
las bestias del Apocalipsis, cuya misión, similar al 15 de noviembre
de 1781, era descuartizar al pueblo. La sombra amenazante de Túpac
Katari había vuelto convertido en millones, por eso era preciso
descuartizarlo de nuevo, para escarmiento del indio alzado.
La
oligarquía señorial jamás perdonó al indio hecho autoridad. Menos
uno atrevido, burlón y soberbio (que nunca les mostró obediencia ni
sumisión). Por eso fueron exacerbando sus defectos, magnificando sus
desatinos, para el placer enfermizo del racismo citadino que, en la
culminación de su exasperación, terminó convirtiéndolo en un
monstruo al cual había que escarmentar y sacrificar a la vista
pública. Derecha e izquierda, liberales y marxistas, doctores y
licenciados, reactivaron la ideología señorialista de una
intelectualidad académica eurocéntrica: podían negociar todo,
menos su juramento de superioridad sobre el indio. La soberbia del
indio alzado les era inadmisible, sus bromitas ilógicas, sus
gustitos injustificables, sus lujitos imperdonables, para su pulcra y
blanqueada indignación.
Todos
los cabildos fueron congregados por la nueva inquisición mediática
y se tenía ya todo listo para el espectáculo del descuartizamiento
del chivo expiatorio. Pero algo les salió mal en su casi perfecta
planificación golpista. Su propio ensoberbecimiento, hambriento de
sangre, les provocó quemar la Wiphala para señalizar a los herejes
que había que exterminar; porque el ensañamiento contra el indio
alzado tenía, como última finalidad, escarmentar a lo que éste
representaba: el indio jamás podrá ser nuestro igual, ni siquiera
robando, porque hasta la corrupción, en un país racista, es
patrimonio oligárquico.
Que
el patrón robe, es parte de sus privilegios divinos, pero que un
pobre le robe al rico, y peor si es indio, es algo inadmisible para
el Dios dinero (al cual se postran los ricos de este mundo). Por eso
ha creado un mundo de jerarquías naturalizadas como orden divino.
Ese orden establece quién es centro y quiénes periferia, es decir,
quién merece vivir y quiénes deben ser sacrificados infinitamente
en el altar que el mercado global ofrenda al Dios dinero.
Las
cosas no han cambiado mucho; pero con nuevo lenguaje y un renacido
relato teológico, la nueva Roma ha iniciado la última cruzada
contra la humanidad y la naturaleza; por eso los templarios cívicos
amenazaban con “sacar a la PachaMama del palacio de gobierno y
hacer volver a Cristo”. El 16 de noviembre de 1532,
los conquistadores, con la biblia y la espada, conminaban a
Atahuallpa: “por la santa corona imperial y su brazo armado,
aceptar al único Dios del amor”.
En
1550, Ginés de Sepúlveda, argumentaba la “justicia” de esta
sumisión absoluta del indio convertido en “inferior”, declarando
que era para su propio beneficio: “porque es por derecho natural
que el indio obedezca a su señor, la mujer a su marido, lo bruto a
lo humano, lo peor a lo mejor, para el bien de todos”. La
modernidad cristiana empezaba su aventura “civilizatoria”,
naturalizando la dominación impuesta. Si el indio se resistía, el
templario conquistador amenazaba, en nombre del “único Dios del
amor”: “te haré la guerra como jamás te hubieses imaginado,
sembraré tus campos con miseria, tus cielos con llanto, tus noches
con miedo y tus sueños con pesadillas eternas”.
En
aquel mismo año, otro dominico, Domingo de Santo Tomas, en la actual
Chuquisaca, describía a este nuevo Dios de la naciente modernidad,
al cual se postraban los conquistadores: “hará como cuatro años
que esta tierra acabó de perderse, cuando se descubrió una boca del
infierno y adonde los cristianos españoles sacrifican diariamente
miles de indios al nuevo Dios que es el oro, y esa boca del infierno
se llama Potosí”.
El
20 de octubre de 2019, las huestes motoqueras del templario
evangélico Fernando Camacho, en Santa Cruz, Cochabamba y La Paz,
sembrando miedo y odio a los cuatro vientos, hacían suyas la amenaza
histórica de la ideología señorialista dirigida al indio: “El
infierno que te imponemos es por tu propio bien, para que ya no oses
igualarte a quienes debes obediencia. Porque nuestro Dios nos ha
creado para mandar y a ustedes para servirnos”.
La
famosa carta de renuncia del presidente Evo Morales, que juró
Camacho –ante el Cristo redentor de Santa Cruz–
entregarle
en persona, era un ultimátum que pedía la capitulación absoluta
del indio convertido en el infiel a aniquilar: “esta carta será tu
sumisión absoluta a nuestro derecho divino, que nos ha concedido
todo, hasta robar, que nos ha permitido todo, hasta matar. Ni la
justicia ni la injusticia te corresponde, ni el bien ni el mal.
Porque nuestro orden divino y su moneda predilecta, el dólar, nos ha
hecho a nosotros para ser libres y a ustedes para ser nuestros
esclavos”.
Pero
el cristianismo no nació así. Los apóstoles o “talmidim” del
Mesías o “Mashiaj”, ni siquiera se denominaban cristianos. Eran
un movimiento religioso-político que, fieles a los profetas de
Israel, tomaron la opción por los pobres, víctimas y excluidos del
Imperio romano y la propia elite sacerdotal saducea traidora a la
nación judía convertida en colonia romana. Desde el siglo segundo
es que aparece el cristianismo como nueva ortodoxia, rompiendo con su
matriz judío-hebrea; para el 325, en el Concilio de Nicea,
Constantino adopta esa religión ya invertida y la convierte en la
religión oficial del Imperio romano.
El
“Yeshua ben Ioseph ben Dawid Melej haMashiaj” (apenas conocido
por los cristianos como Jesús) crucificado por el Imperio de aquel
entonces, se convertía en el Cristo-Rey de la propia restauración
imperial. El cristianismo se imperializaba y otorgaba, en una espuria
amalgama, una legitimación absoluta al Imperio, otorgando a su
expansión el mejor argumento: evangelizar al mundo, o sea, imponer
con sus ejércitos al nuevo “Dios del amor” como garante
imperial. Los generales cubrieron sus armaduras con la toga
sacerdotal y fueron desde entonces, los heraldos que expandían la
“religión del amor”, a sangre y fuego. Esa religión fue la que
llegó al Abya Yala en 1492.
El
genocidio ininterrumpido de 500 años sólo sería posible por esta
base de legitimación teológica, que le brinda a la expansión
imperial infinita un carácter definitivamente divino. Ese es el
triunfo de la colonización, en cuanto colonización espiritual; se
trata de vaciar espiritualmente a la victima de tal modo, que no
tenga nada dentro suyo para recomponer su humanidad. “Extirpada”
su propia espiritualidad, puede adoptar ahora un cristianismo
invertido que le haga renegar de sí mismo, como la única moneda de
cambio permitida para aceptar su sacrificio voluntario al Dios de
este mundo.
La
amenaza inicial fue: conviértete o te matamos; luego, civilízate o
te matamos, y ahora, democratízate o te matamos. En 1970, la
Comisión Trilateral impone el nuevo y único concepto de
“democracia” admitido por el Imperio actual. Se define a la
democracia como sistema instituido al servicio del mercado, como el
paradigma de vida a instaurar en todo el planeta. En eso consistía
la globalización. Pero la imposición de este modelo requería un
abanico de posibilidades de implantación rápida y consolidación
continua. Lo primero lo logran los golpes de Estado y aquello se
inicia en Chile. Lo segundo tiene muchos factores, entre ellos, la
promoción imperial de las iglesias evangélicas en el tercer mundo.
Sacarles
el alma a las víctimas del capital, era la necesaria privación de
su dignidad humana, para hacerlos fácilmente explotables. Eso se
hizo en el Nuevo Mundo con la famosa “extirpación de las
idolatrías”, y también en la naciente Europa moderna, con el
aplastamiento de la revolución campesina de los “anabaptistas”.
Todo ello en el siglo XVI. Pero la “extirpación de las idolatrías”
fue siempre una tarea pendiente del catolicismo, que se fue diluyendo
en la medida en que la religión católica se fue mimetizando en la
propia religiosidad popular campesina. Para continuar aquella
“extirpación” se requería un nuevo fundamentalismo y esto es lo
que podía producir la iglesia protestante.
No
en vano, hasta Max Weber reconoce que el espíritu del capitalismo
está atravesado por la ética protestante. Precisamente la “reforma
protestante” es la que produce el universo valórico de
legitimación moral de la subjetividad moderna, o sea, burguesa. Para
impulsar al capitalismo, la modernidad naciente tiene que producir el
“sistema de creencias” ideal para sostener el tipo de
subjetividad que requiere el capitalismo. Para que la codicia se
constituya en positiva y constituya la base de la nueva forma de vida
moderna, la acumulación de riqueza material tiene que aparecer como
la verdadera finalidad humana. Por eso el progreso puede convertirse
en una verdadera religiosidad.
La
ética protestante no sólo le brinda al capitalismo la consistencia
moral del individuo burgués sino que promueve muy bien el suelo
legitimador del espíritu del capitalismo: “la riqueza como
bendición”. Por ello, con biblia en mano, puede generar individuos
disciplinados en la única motivación de “hacer dinero”, como
una vocación sagrada al servicio de un Dios-banquero, que premia o
castiga, y que no perdona las deudas sino que las cobra a sangre y
fuego, como sucede con la deuda impuesta a los países pobres (por
eso se cambió hasta el “Avinu Malkeinu” o Padre nuestro: ya no
dice “perdona nuestras deudas, así como perdonamos a nuestros
deudores” sino “perdona nuestras ofensas, así como perdonamos a
quienes nos ofenden”).
El
protestantismo no nace como dice su versión oficial, es decir, como
un retorno al cristianismo original; se trata más bien de una
apelación teológica que legitime a la nueva subjetividad
moderno-burguesa naciente. Lutero es el portavoz de esa burguesía
(por eso se le reconoce como el padre de la cultura alemana); es
quien argumenta a favor de sus nuevas pretensiones y quien se
convierte en el cruzado moderno contra los verdaderos reformadores.
Porque fueron los campesinos “anabaptistas”, liderados por Thomas
Müntzer, quienes –al grito de “queremos el cielo en la tierra”–
buscaban reformar el cristianismo mediante el retorno a su fuente
original. Por eso Lutero acusó a esa revolución campesina de
“locura judaica” (tampoco es un secreto su oposición a la Carta
del apóstol Santiago, porque esa Carta es una verdadera condena a
los ricos, además de establecer que la sola fe no salva sino es
acompañada de obras, es decir, de la obediencia a los mandamientos
mosaicos).
La
reforma protestante expresa ese rechazo de la ciudad burguesa contra
el campo en estado de rebeldía. Se trataba de un Caín renacido que,
expulsado en la errancia, se vuelve “constructor de ciudades”,
con sus muros respectivos para acallar “la sangre del hermano que
clama desde la tierra”.
Contra
los anabaptistas que querían “el cielo en la tierra”, Lutero
formaliza la idea de que el hombre es pecador por naturaleza, en
consecuencia, cualquier pretensión de aspirar a la justicia e
igualdad, sólo producirá el infierno. Y es lo que Popper –para
disciplinar a las ciencias sociales actuales– expresa en su crítica
al socialismo: “quien quiere el cielo en la tierra sólo produce el
infierno”. En esto se basan los supuestos “realistas” en
política, para denunciar y justificar la persecución de todo
revolucionario (ahora atacado de “populista” en un renacido
anti-comunismo).
Toda
la ideología liberal se basa en esa creencia: si el ser humano es
imperfecto, sólo las instituciones pueden ser perfectas; en eso
consiste el fetichismo democrático “made in USA”: no importa que
la gente muera sino que el sistema funcione. El neoliberalismo
radicaliza esta visión cuando afirma que “el mercado es un orden
perfecto”; por eso “creen” en el mercado como el Dios
sustitutivo que ahora decide quién vive y quiénes deben morir, a
nivel mundial. Por eso la Comisión Trilateral se inventa una
“democracia” acorde al mercado.
Por
eso se puede decir que la modernidad se constituye en el proyecto
civilizatorio más inhumano que haya existido (su humanismo ilustrado
oculta esa creencia básica). En ese sentido, el capitalismo nunca ha
sido antropocéntrico sino capital-céntrico y mercado-céntrico. Por
eso la modernidad produce una espiritualidad anti-espiritual y, con
ella, funcionaliza todas las religiones en torno a una sola creencia.
Si la riqueza es bendición, cuanto más riqueza consigo, me puedo
considerar más bendecido, por lo tanto, la acumulación material se
convierte en un auténtico culto religioso.
Por
eso el Imperio gringo, ante la peligrosidad de la “teología de la
liberación” y la “opción por los pobres”, desde los setentas
del siglo pasado, produce la “teología de la prosperidad” como
la nueva cruzada religiosa que la protagonizan las iglesias
evangélicas gringas. Lo que la “extirpación de idolatrías” no
logró, ahora es esta nueva arremetida imperial, la que está llamada
a acabar con toda utopía que pretenda cuestionar el infierno
producido por el capitalismo. Por eso la nueva evangelización va
dirigida a los pobres, no sólo para aburguesar sus expectativas sino
principalmente para generar en ellos una derechización hasta
fascista.
De
modo teológico, la naturalización de la desigualdad humana y de la
injusticia estructural que produce el racismo moderno, es finalmente
reafirmada como designio divino. La inversión del cristianismo y su
versión imperial se instala definitivamente en la sociedad moderna:
el mal es el bien y el bien es el mal.
Suelen
decir los evangélicos que el mayor triunfo del Diablo es habernos
hecho creer que no existe; pero el Diablo que imaginan es apenas un
demonio personal. Un cristianismo funcionalizado por la perspectiva
imperial pierde de vista que el Dragón o la Bestia del Apocalipsis
no son demonios personales sino un sistema-mundo. Entonces,
parafraseando a los propios evangélicos, se puede decir que, el
mayor triunfo del Imperio, es haberles hecho creer que el Imperio no
existe.
El
Apocalipsis fue escrito para un tiempo como el presente. Pero para
advertir eso, es preciso superar el nivel literal del texto y
decodificar, en clave kabbalista, lo que el texto expone, porque es
un texto de profundidad místico-kabbalista (no en vano el
Apocalipsis se escribe antes que el Zohar, considerada la biblia de
la Kabbalah judía). Y el cristianismo actual no tiene ese nivel de
lectura; porque 2000 años no pasan en vano y se han encargado de
solidificar la histórica judeofobia romana que arrastra toda la
Cristiandad occidental; por eso también, cuando el movimiento
mesiánico actual y el fundamentalismo evangélico gringo, optan por
acercarse a las “raíces hebreas”, no logran distinguir, en su
confusión, entre judaísmo y sionismo. De ese modo, la actual
decadencia imperial, puede encontrar condiciones idóneas para su
reposición hegemónica activando a esta nueva base de reclutamiento
que le ofrecen las iglesias evangélicas (adoctrinadas en este nuevo
fundamentalismo cristiano-sionista).
Sin
necesidad de profundizar –porque los misterios no están para ser
develados de modo público–, se puede señalar que el Anticristo
del Apocalipsis es la nueva Roma globalizada, que ha raptado al mundo
entero y que ahora desata todas sus huestes para detener su
decadencia terminal. Por eso, desde Bush padre, ha declarado ya la
“guerra del bien contra el mal”. El Imperio y su poder
político-militar-financiero es la Bestia desatada, que convoca a
todos los marcados con su sello, para desatar el infierno que ha
creado para acabar con la humanidad y la naturaleza, antes que acabe
su hegemonía.
Por
eso se expresa actualmente como geopolítica, es decir, como
ideología imperial, naturalizando en la subjetividad social el
diseño global centro-periferia. Para defender al centro hay que
aniquilar ahora a toda periferia que pretenda atreverse a dejar de
ser periférica. Los reclutados por la ideología imperial, mediante
el racismo, pueden reconocer al enemigo que osa desafiar al orden
divino y, mediante el nuevo fundamentalismo, proceder a su
aniquilación en nombre del “Dios del amor” y del “Cristo-Rey”.
La
Bestia es desatada y los templarios actuales le abren las puertas de
todo un país para que la Bestia pueda diseminar el odio y el miedo,
la incertidumbre y la zozobra, para implantar el caos y el desastre
como normalidad impuesta. Así se destruye una nación en nombre de
la “democracia” y la “libertad” (escupiendo sus perversos
propósitos al cielo), para beneficio de un Dios moribundo que ya
amenazó al mundo entero, en boca de los “halcones straussianos”
gringos: “si caemos, haremos todo lo posible para que el mundo
entero caiga con nosotros”.
Por
eso la saña contra nuestros héroes, el desprestigio sistemático
contra Bolívar, el Che o Chávez, ni qué decir contra Katari, Amaru
o Zarate Willka. La oligarquía reactiva el miedo contra el indio
hecho multitud, en odio contra aquél que osa desafiar el orden
divino. Ese odio es el que disemina la nueva contaminación
ambiental. Se respira en los hogares, en los barrios, dividiendo
amistades y familias enteras, produciendo el cisma de un país que se
resiste a mirarse en el espejo de sus miserias y admitir su racismo
patológico.
Pero
“se le dio un tiempo a la Bestia”; y los cielos y la tierra, el
AlajPacha y la PachaMama, apresaron a la Bestia (que no es la
primera) y a los falsos profetas “que hacían señales en su
presencia, con las cuales engañaba a los que habían recibido la
marca de la Bestia y a los que adoraban su imagen”. Ese tiempo es
“transitorio”, porque ni el Dragón, que dio autoridad a la
Bestia, tiene el poder sobre el tiempo; es su propio poder y soberbia
autodestructiva que hunde al Dragón, dejando a la Bestia sin sostén
alguno, desenmascarando su verdadera fisonomía.
Entonces
los justos, que dieron testimonio de la palabra de vida y “que no
habían adorado ni a la Bestia ni su imagen, volvieron a la vida”,
vencerán definitivamente a la muerte. El Apocalipsis no anuncia el
fin del mundo sino el alumbramiento del tiempo mesiánico, que aquí
conocemos como Pachakuti. Por eso el Apocalipsis es llamado el “libro
de la Revelación”, porque lo que revela es el misterio de los
misterios: el principio y el fin, el origen y el devenir como
advenimiento mesiánico. De eso trata la kabbalah y la mística
andino-amazónica lo entiende muy bien. Por eso nuestros héroes y
ancestros no mueren, regresan cada año, en el Amaypacha (en la
fiesta de Todos los Santos), a recordarnos que la resurrección final
será la más rotunda afirmación de la vida toda contra el infierno
que ha traído la Bestia primera.
Por
eso la palabra de la vida verdadera ha sido dada a los pobres, porque
decía el Mashiaj: “benditos sean los pobres, porque de ellos será
el reino de los cielos”; por eso le dice al rico: “da todo lo que
tienes a los pobres y sígueme”. Quienes cumplen esa palabra de
vida son los justos que estarán siempre a su diestra, porque
“benditos son los que claman justicia, porque serán saciados”.
En un mundo estructuralmente injusto, los justos no son los que
reclaman privilegios sino los que enfrentan con sus vidas la
desigualdad y la injusticia humana. Por eso el mundo, como
sistema-mundo-moderno-
Por
eso, a la geopolítica del Anticristo hay que oponerle una
geopolítica de lo sagrado o Gea-política. Venimos del barro de la
tierra, somos hijos e hijas de la PachaMama, y la Wiphala es el color
de nuestro origen y horizonte diverso y plural. Somos tierra que anda
y se proyecta a los cielos. Nuestra seguridad es esa. Los cielos y la
tierra hablarán por nosotros, porque el ser humano es la síntesis
de la vida; como dicen los mayas: “la tierra crea al ser humano
para alcanzar su propia autoconsciencia”. Por eso la Bestia es
apresada por los cielos y tragada por la tierra.
Por
eso en la lucha nos dignificamos, porque la lucha por la vida es la
que nos devuelve la luz. La luz no proyecta sombra, porque es la
analogía que nos enseña que dar luz no disminuye la propia luz,
sino que produce más luz, como hace todo ser espiritual. Por eso la
verdadera luz nunca se propone aniquilar la oscuridad, le basta con
alumbrarla. Necesitamos esa luz para restaurar el aura del pueblo,
para que la misma desesperanza actual se traduzca en esperanza
organizada. Porque cuando la esperanza es la que se manifiesta y la
que se moviliza, no hay nada ni nadie que pueda detener el poder de
su infinita luz y fortaleza.
La
Paz, Chuquiago Marka, Bolivia, 17 de noviembre de 2019
Rafael
Bautista S.
autor de: “El tablero del siglo XXI:
geopolítica
des-colonial de
un
nuevo orden post-occidental”.
yo
soy si Tú eres ediciones, 2019
Dirige
“el taller de la descolonización”